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La película de la salteña Lucrecia Martel, candidata al "Oscar" y al "Goya", adapta la novela de Di Benedetto sobre la soledad como condición humana.
7 DE Octubre 2017 - 00:00
"Zama" de Lucrecia Martel es un film que apela al receptor a través de una inusitada belleza.
¿Qué vemos en "Zama"?: el mito del paraíso americano en las secuencias que muestra la película y que se explaya hacia un paisaje primigenio en el que despuntan la violencia y el primitivismo, una historia de personaje (Diego de Zama, magníficamente interpretado por el actor hispano-mexicano Daniel Giménez Cacho) y una épica de espacio: luces, ríos turbulentos, indios, palmas, canto de aves...
Un paraíso que muestra su otra faz: lo inconmensurable, lo perturbador e inquietante, lo indecible, aquello que el ojo contempla (en este caso la cámara) y no puede expresarse en palabras. Lucrecia Martel parece decir: "Esto es América", en especial la América Hispánica o Ibérica, la de la colonia, esa América poco conocida pero historiada en las crónicas de conquistadores y viajeros, en leyendas y fábulas, una América evocada, entre otros, por Fray Bartolomé de las Casas, Ruy Díaz de Guzmán y Alonso Carrió de la Vandera y sobre la que reflexiona, ya en el siglo XX, ese libro extraordinario que es "Eurindia" (1924) de Ricardo Rojas.
La novela
Basado en la novela "Zama"(1956) de Antonio Di Benedetto (1922-1986), a través de una brillante adaptación de Martel, este film retoma el tema del sinsentido de la existencia, en este caso la de un funcionario del Rey a fines del siglo XVIII, para hablar de una de las tantas vidas que transcurrieron en estas tierras de hibridaje, mixtura y mestizaje cultural.
El castellano de los españoles peninsulares y criollos se enmarca y dialoga con el guaraní, en un coro de voces que nombrarán un mundo de pájaros, peces, pestes y magia, el mundo de los animales y los seres humanos, de los pequeños canes, famélicos y raquíticos como sus dueños, de los insectos, del agua, de los animales domésticos traídos de España como los caballos, imponentes y dóciles. "La tierra del caballo", había escrito Alejo Carpentier en "Los pasos perdidos" (1953).
Y Alejo Carpentier está por cierto en "Zama", en el libro y en la película, evocando el siglo de las luces, marcado en Europa por la Revolución Francesa y los Borbones y en esta América nuestra, desde México al Río de la Plata, por la lucha contra una naturaleza indomable y por la convivencia con los dueños de la tierra, esa raza de bronce que habla, junto a los negros esclavos traídos por portugueses e ingleses para trabajar en tabacales, cafetales e ingenios azucareros.
Y la madre india y el padre español, el hijo mestizo, el hijo de la tierra poblada por el blanco y su lengua, una lengua que se impondrá, como siempre ha ocurrido con los idiomas de los vencedores (léase: griego, latín, godo, inglés o español) pero en la que aflorarán como desde un volcán dormido la vieja lengua: el quiché, el maya, el guaraní, el quechua, el pampa, el araucano o el mapuche...
Di Benedetto y la soledad
También está la soledad del hombre de todos los tiempos, encarnada en Diego de Zama, el letrado funcionario de la Corona de España, cuyo deseo es simplemente ser trasladado desde Asunción, donde se desarrolla el relato, a otro lugar del virreinato, tal vez Buenos Aires, vista ya como una ciudad atractiva, con teatros y vida social, como añora la seductora Luciana de Piñares de Luenga (interpretada por Lola Dueñas), la hermosa y desencantada dama española exiliada en esa tierra inclemente, en medio del calor, el paludismo, los indios, los esclavos y el hastío.
En el film, Diego de Zama anhela partir a la ciudad de Lerma (¿Salta?). El simple pedido se estrella contra la perversión de las autoridades españolas, la burocracia y la distancia. En ese mundo bello, abigarrado, hostil, crudo y doloroso, impregnado de enfermedades, sudores, sangre, deseo y sinsabores, Zama encontrará su destino americano, entre resignado y dulce, mutilado y atrapado para siempre por la selva del Gran Chaco, ese real de ríos y frondas, mientras una voz guaraní e infantil que habla en español, lo arrulla y lo rescata.
Cortázar y la espera
Cortázar dijo del texto de Di Benedetto: "La de Zama no es cualquier espera, se trata de una condición existencial, angustiosa y reflexiva, en un territorio caracterizado por la lejanía, la ajenidad y la disposición para el recuerdo. Zama es la novela de un exiliado castizo, con un lenguaje intemporal y arcaico, por momentos cercano al Siglo de Oro."
Hay una admirable reconstrucción de época a través del vestuario, los objetos, la escenografía y el habla. Nada queda librado al azar. Visualizamos la novela de Di Benedetto y sus fantasmas (sus personajes) adquieren los rostros justos, el traje perfecto, ya sea de fino raso, rústico tejido o desnudo cuerpo, la mirada adecuada, brillante y llena de desdén como en el caso de Luciana, vacía y perdida como en el caso de Diego de Zama.
Los personajes vuelven del texto de Di Benedetto: Ventura Prieto, Parrilla, Vicuña Porto retornan para hablar, maldecir, mentir, castigar, huir, existir.
Quizás la película "Zama" recuerda a la famosa "Queimada" (1969) de Gillo Pontecorvo; pero sin duda alguna el film de Martel es más fantasmático que político.
El poder del Rey es el sostén del sistema colonial, es el nombre ubicuo, un poder lejano, ciego, omnipotente, invisible y presente como el Dios de las religiones.
Por el Rey se vive y se muere. Diego de Zama es fiel a su Rey, lo sabe y en su ostracismo busca una salida que jamás encontrará, porque para las generaciones solitarias no hay una segunda oportunidad sobre la tierra.
La náusea y El extranjero
Dice Juan José Saer en referencia al libro: “Zama es, por ciertos aspectos de su concepción narrativa, comparable a las obras mayores de la narrativa existencialista, como ‘La náusea’ y ‘El extranjero’. Yo creo, sin embargo, que por las circunstancias en que fue escrita y la situación de la persona que la escribió, Zama es en muchos sentidos superior a esos libros”.
Hombres y mujeres sin Dios a pesar de ser hijos de las religiosas España y Portugal, de sus lenguas y sus linajes, los personajes de “Zama”, los que representan el lado europeo de la historia, actúan como seres arrojados a la vida y sobre todo a la naturaleza más cruda y a la naturaleza agresiva del “otro”, del semejante, en un espacio que marca el predominio de los sentidos, las necesidades primordiales y la muerte, que roza lo real, lo insondable, aquello imposible de ser puesto en palabras.
Puede decirse entonces que hay un desfallecimiento de lo simbólico, y una presencia descarnada de lo real, que se impone y oprime.
El amor y el deseo se aplazan, se anulan. Zama evoca a su mujer, la remota Marta, y a sus hijos, anhela su familia y su casa. Pero todo esto en él es ya pasado, tiempo petrificado y quieto. Zama es un exiliado, con una ética desprendida de la rígida sociedad monárquica española y virreinal, un solitario que finalmente será un transculturado, un habitante de la nueva patria que le trazará su peripecia personal: una patria mestiza, en guaraní y en español, hundida entre pantanos y lirios como dijera alguna vez el poeta, mientras se desliza por un río (siempre los símbolos de los ríos, los estanques, y del agua en Lucrecia Martel) que es el río de la vida (el río de Heráclito) hacia un devenir incierto, ignoto y nuevo en el país de las palmas, de los monos, de las tacuaras, de los cocos, del oro y las piedras preciosas, de los peces gigantes, el país de Eurindia, del Paraguay, del Brasil, del Plata, de Abya Yala, de América, o como se desee llamar a este continente...
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