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17 DE Junio 2018 - 00:00
El debate acerca de la legalización del aborto, formalizado en el Congreso pero que se extiende a toda la sociedad y a todas las familias, aborda la defensa de la vida, uno de los temas más profundos de los que se han planteado en 36 años de democracia. Los argentinos estamos decidiendo acerca de cuestiones esenciales como el acceso a una vida digna, la libertad de decisión, el lugar de las mujeres en el mundo contemporáneo y el sentido mismo de la vida humana.
El debate conmueve a la sociedad porque pone a prueba las creencias y las vivencias más íntimas sobre la persona y el sentido de la existencia.
Esas vivencias son múltiples, pero se aglutinan hoy bajo el símbolo de los pañuelos verdes y los pañuelos celestes. Aunque a sus protagonistas les cueste aceptarlo, son igualmente dignas y legítimas las motivaciones de unos y otros.
Quienes se oponen al aborto defienden la vida. Algunos, porque consideran que cada ser humano es hijo de Dios apenas es engendrado. Otros, porque tienen la certeza de que el aborto es un filicidio. No desconocen la situación de la mujer obligada a afrontar un embarazo no deseado, pero consideran que la muerte del feto o del embrión no resuelve nada. Legitimar el aborto, piensan, equivale a abrir las puertas a la relativización absoluta de la vida humana.
La vida humana, en un mundo laico, es el valor último sobre el que se pueden sostener la moral y el derecho.
Quienes respaldan la legalización del aborto también defienden la vida. Nadie, entre ellos, pretende legitimar un infanticidio. La certeza de fondo es que el Estado no tiene derecho a obligar a una mujer a llevar adelante un embarazo no deseado. Consideran que en la relación madre hijo es imprescindible el vínculo, fuerte como la maternidad misma, y que cuando ese lazo no llega a construirse -por razones que, quizá, solo esa mujer conoce- el embarazo mismo se vuelve extremadamente doloroso.
Reclaman la despenalización, para eliminar el estigma de la clandestinidad, y reclaman el aborto libre y gratuito, para que cualquier persona, más allá de su nivel de ingresos, pueda acceder a ese servicio en condiciones sanitarias óptimas.
Este es el gran dilema. Pero es un dilema entre certezas íntimas que debe resolverse en el marco del respeto mutuo.
La despenalización del aborto no obliga a nadie a abortar, si no lo desea. Tampoco a los médicos y enfermeras que rechazan esa práctica por objeción de conciencia. Es improbable, porque la experiencia de otros países lo demuestra, que la legalización produzca mayor número de abortos.
Los testimonios de estos días pusieron en evidencia que amplios sectores de la sociedad sufren no solo la pobreza, sino la exclusión. En una Argentina que hace un culto de los derechos humanos, muchos compatriotas no tienen acceso a la educación y, especialmente, a la educación sexual. El Estado tampoco les provee un sistema seguro de salud pública, a niveles óptimos de nutrición, y asistencia social.
Así, muchas mujeres y muchos niños están privados del derecho a una vida digna. Pero defender y reivindicar ese derecho es contradictorio con cierta visión demoledora que se cuela en el reclamo y se proyecta contra las instituciones de la democracia, contra la Iglesia y contra la cultura de Occidente, que desde hace veinte siglos consagró a la persona humana como un valor central y dio a la mujer un rol más significativo que el que le otorgan otras civilizaciones.
Este debate que hoy nos confronta no debe transformarse en una grieta, porque la vida, la libertad y la necesidad de construir una sociedad equitativa nos exigen convivir y compartir.
La intolerancia, siempre, alimenta visiones mesiánicas crea el clima propicio para que surjan nuevas formas, y más retrógradas, de autoritarismo. El diálogo es, por eso, la esencia de la democracia.
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