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3 DE Febrero 2019 - 00:32
El economista Mario Blejer declaró, en un reportaje, que considerar a la Argentina como "un país rico" es una "fábula". La definición choca de frente con la certeza generalizada de que nuestro país es un vergel desaprovechado. Además, la permanente protesta de organizaciones sociales en las calles, la demanda de trabajo y seguridad social y el crecimiento de barrios marginales, villas de emergencia y asentamientos muestran que, más que una fábula, la idea de que somos un país rico suena casi a provocación.
La memoria histórica indica que en la segunda mitad del siglo XIX la Argentina avanzó en forma meteórica y que en el siglo XX cayó vertiginosamente.
En su momento, la producción agrícola convirtió al país en el "granero del mundo"; el plan de desarrollo del Estado, las obras de infraestructura y la bonanza atrajeron a millones de inmigrantes, que buscaban un trabajo y podían ganar el doble que en sus países de origen. Ese país próspero no fue una leyenda, sino el resultado de políticas exitosas aplicadas por una dirigencia que supo comprender el mundo en que les tocaba vivir y adecuar sus decisiones a tales exigencias. Había pobreza, pero también esperanzas y posibilidades.
"Los países ricos son los que pueden ofrecer un nivel de vida alto a sus ciudadanos", precisó Blejer. Y en este punto, vale la pena detenerse. Calidad de vida supone satisfacción de las necesidades básicas y posibilidades de desarrollo personal. El acceso a los servicios eléctricos y al gas, a una vivienda digna, a la seguridad en los barrios, y una educación pública de calidad, se suman al derecho elemental a la salud, la alimentación y el trabajo decente. En ninguno de estos rubros, la Argentina aprueba hoy el examen.
¿Qué nos pasó? A partir del quiebre del orden constitucional, con el derrocamiento de Hipólito Yrigoyen, que coincide con la catástrofe bursátil de Wall Street en 1930, todos los indicadores de producción, eficiencia, competitividad y calidad de vida muestran una curva descendente, que nos llevan a una desalentadora realidad actual.
Ni el apego a la Constitución, en los años ochenta, ni la promesa de ingresar al primer mundo, en los noventa, y mucho menos la ilusión kirchnerista de la "década ganada" frenaron la caída.
El gobierno de Cambiemos, a pesar de la experiencia empresaria de muchos de sus integrantes, no logró concretar la promesa de convertir al país en el "supermercado del mundo". Potenciar al máximo la industria agroalimentaria exigía incorporar al sistema productivo millones de hectáreas improductivas en el NOA y el NEA, y poner en marcha un proceso de industrialización en todo el país. Es cierto que la Argentina está en condiciones de alimentar a 800 millones de personas, en un mercado alimentario creciente, pero la "riqueza" hay que construirla. Al país no lo salva "una cosecha" ni puede cifrar su economía a la suerte de las lluvias, las sequías y las inundaciones. Producir alimentos para exportación en escala supone la puesta en marcha de políticas públicas que garanticen la competitividad.
La agobiante presión tributaria, la inestabilidad cambiaria, la inflación y las trabas burocráticas para el comercio exterior contradicen la supuesta voluntad de desarrollo.
La Argentina es un país rico, en sus recursos, y pobre por su incapacidad para aprovecharlos. La política sin proyectos, el facilismo distribucionista que no tiene en cuenta cómo se produce lo que se reparte, la ilusión de "vivir con lo nuestro", y la búsqueda permanente de culpables, en "el imperialismo", los "grupos concentrados", la dictadura -o simplemente, en quienes no piensan como uno- solo han generado crisis, endeudamiento y una sensación permanente de zozobra y emergencia. La sucesión de ciclos destructivos solo generó decadencia.
Probablemente, influyen las urgencias electorales que llevan a los gobernantes a preferir soluciones aparentes, pero impactantes, sin asumir que el crecimiento económico y la equidad social solo se construyen con mirada a largo plazo y, sobre todo, con realismo y conciencia de Nación.