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20 DE Mayo 2023 - 02:45
Existe el temor generalizado de que la robotización avance hasta desplazar al ser humano de la mayoría de sus actividades. No solo se avizora un futuro en el que no tendríamos que trabajar, sino que ni siquiera ínecesitaríamos pensar!, ello a la luz del formidable avance de la inteligencia artificial. Es más: si nos descuidamos, los engendros cibernéticos podrán emocionarse por nosotros, y evitarnos esas bochornosas escenas de llantos, alegrías, júbilo y desazón que hace milenios venimos exhibiendo desvergonzadamente los humanos. Por fin íel dolce far niente! Pero no, en vez de alegrarnos que alguien (o algo) haga toda la tarea por nosotros se alzan las voces para detener el crecimiento en progresión geométrica de los éxitos informáticos y de la posibilidad de que sean exclusivamente las máquinas las que trabajen.
Desde chiquitos se nos persuade de que nuestra misión en la vida es estar ocupados y atareados: trabajando, comprando, vendiendo, gastando, corriendo, estudiando, adquiriendo títulos y doctorados, acumulando, volviendo a trabajar y a estudiar, corriendo más rápido... Desde el castigo bíblico de "ganarás el pan con el sudor de tu frente", se fue mutando hacia la entronización de un nuevo dios: el trabajo, al cual el pueblo idolatra, lo venera y le rinde pleitesía. Ello a pesar de que Jehová no nos dio el mejor ejemplo: trabajó seis días y el séptimo descansó y desde entonces no se sabe que haya tenido una nueva ocupación...
Nuestras constituciones dicen que el trabajo es un derecho y un "deber" social. Por el contrario, nosotros proclamamos que el derecho al ocio es un derecho humano tan importante como el derecho a la educación, el derecho a la salud o el derecho al trabajo. Y no seremos los primeros. Ya los griegos y los romanos (según Heródoto, también los egipcios los tracios, los escitas, los persas y los árabes) se caracterizaron por su desprecio al trabajo. Basta recordar que la etimología de trabajo se encuentra en la palabra latina "tripalium", que era un cruel elemento de tortura. También la etimología de "negocio" nos habla del desprecio hacia quienes trabajaban ganando dinero, se origina en las palabras latinas "nec" y "otium", es decir, lo que no es ocio.
Salteando tramos históricos, fue con la aparición de la Revolución Industrial (la segunda, a partir de 1850), que como consecuencia de cierto marketing ideológico se logra inculcar la idea inversa: "La pereza es la madre de todos los vicios". Es más, el trabajo pierde su connotación de "maldición bíblica": si uno googlea "maldición bíblica del trabajo", advertirá que prácticamente el 100% de los sitios le niega tal carácter y afirma que es una bendición divina (interpretaciones bíblicas hay para todos los gustos, aun cuando estén en total contradicción con el texto real). Para esa época, ya Paul Lafargue (Elogio a la pereza) advertía: "Una extraña locura se ha apoderado de las clases obreras de las naciones donde domina la civilización capitalista. Esta locura trae como resultado las miserias individuales y sociales que, desde hace siglos, torturan a la triste humanidad. Esta locura es el amor al trabajo, la pasión moribunda por el trabajo, llevada hasta el agotamiento de las fuerzas vitales del individuo y de sus hijos. En vez de reaccionar contra esta aberración mental, los curas, los economistas y los moralistas han sacralizado el trabajo".
Es sorprendente y contradictorio que ese vertiginoso cambio en los medios de producción, que permite producir mayor cantidad en menor tiempo, lleve a los hombres a trabajar sin pausa, sin descanso, en jornadas extenuantes. Luego de casi un siglo, desde que se implantó la jornada de ocho horas, la productividad de los seres humanos se centuplicó como resultado del avance de la tecnología; sin embargo, no se produjo una correlativa reducción de la carga horaria laboral. En los últimos 20 años, la revolución tecnológica (informática), que, nuevamente, multiplicó al infinito la productividad, tampoco ha significado una mejora en la calidad de vida de los trabajadores. En definitiva, la tecnología ha incumplido su promesa de liberarnos del trabajo y la sensación de que el tiempo no nos alcanza para alcanzar nuestros afanes es mayor que nunca.
Hacia 1930, uno de los más brillantes filósofos del siglo XX, el premio Nobel Bertrand Russell, ya sostenía, en su "Elogio de la ociosidad", la necesidad de establecer la jornada de cuatro horas. Entre otros argumentos sostenía acertadamente que "la guerra demostró de modo concluyente que la organización científica de la producción permite mantener las poblaciones modernas en un considerable bienestar con solo una pequeña parte de la capacidad de trabajo del mundo entero".
La Asociación Internacional de Recreación (WRLA), con sede en Ginebra (Suiza), adoptó la "Carta del Ocio" sosteniendo que se trata de un servicio social tan importante como la Salud y la Educación, que los gobernantes tienen obligación de reconocer y proteger. Si nos sorprende la propuesta, advirtamos también que hace seis décadas resultaba impensable un derecho hoy tan común, tan indiscutible, tan necesario como el de las reparadoras vacaciones, que recién es consagrado (en Argentina), como derecho de todos los trabajadores, en 1945. La misma Constitución "Justicialista" de 1949 estableció entre los derechos del trabajador el "derecho al bienestar" incluyendo al "descanso libre de preocupaciones". Lo que es falso es que el trabajo dignifique. Trabajar es un castigo divino, una maldición que empobrece la mayoría de las vidas. Incluso las tareas más nobles, como la creación artística, se convierten en algo desagradable cuando se hacen a cambio de un salario. La verdadera humanización de nuestras sociedades está en el ocio, en la vacación, en la disposición libre de nuestro tiempo para ocuparlo en lo que deseemos.
Sostenía Bertrand Russell: "la fe en las virtudes del trabajo está haciendo mucho daño en el mundo moderno, por el contrario: el camino hacia la felicidad y la prosperidad pasa por una reducción organizada de aquél".
Visto con frialdad, sin embargo, el tema no consiste en quien hace el trabajo, sino que se reduce a que las rentas del trabajo es decir, la suma de todos los salarios que perciben los ciudadanos tienen cada vez menos peso en la riqueza nacional, lo que significa que se va engrosando crecientemente el número de eso que Bauman llama "consumidores defectuosos", personas que no tienen dinero para gastar y que no contribuyen por lo tanto al funcionamiento de la economía. El consumismo, en definitiva, no mejora la calidad de vida, sino que la destruye. Las rentas del capital, por el contrario, son cada vez más grandes y terminan en un desfachatado derroche en un mundo que sigue manteniendo niveles insoportables de hambre y pobreza.