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Es de junio de 1974 y se la habría llevado en su viaje a París la artista salteña María Matorell, amiga del vate salteño.
20 DE Octubre 2024 - 02:07
Don Atahualpa Yupanqui (1908-1992), considerado el padre del folclore argentino, escribió innumerables cartas a sus amigos de Salta. Una de las más difundidas es la que en una oportunidad envió a Guillermo "Pajarito" Velarde, pero se sabe de mentas, que escribía seguido a sus conocidos, generalmente para agradecer las atenciones recibidas a lo largo de los caminos que solía recorrer.
Se sabe también por transmisión oral, que, por ejemplo, en Cerrillos le escribía a don Julio Velarde, padre de "Pajarito", y al "Gringo" como le decía a don Juan Macaferri, en cuyas casas pernoctaba cuando a lomo de mula arribaba de los Valles Calchaquíes. Lamentablemente muchas de esas misivas se perdieron o están extraviadas. Pese a ello hoy vamos a trascribir una que rescatamos del archivo de El Tribuno y que fue publicada en la Página Literaria N° 492 de la edición del 7 de septiembre de 1974. Se trata de la que don Atahualpa escribiera al poeta salteño Julio Díaz Villalba (1907-1990) a días que falleciera en Madrid el escritor guatemalteco Miguel Angel Asturias (Premio Nobel de Literatura), el domingo 9 de junio de 1974 y que cinco días después fuera sepultado en París.
"Querido amigo. Viejo y recordado amigo. Tengo tu carta, atención de tu amiga pintora. Si no la hubiera recibido, lo mismo hubiera pensado en tus buenas oraciones hacia el Ser que me abriga, pues en esa etapa fundamental y errabunda de mi vida, estás tu, con tu vigor de juventud, tus sueños, tu criollismo profundo y tus ganas de ser útil.
Quizá, de otros haya extrañado una manifestación cordial, una evocación de aquella Salta florida, señorial "de veras", aromada y custodiada de tradiciones. Pero de ti era natural. Fuimos amigos, hermanos de la misma vereda tras las rejas que nos decían adiós con voces suspirantes, en tiempos de la Paulina Figueroa, de la Matuca Guerrero, de la Laurita Ríos, de las chicas Fleming, del general Vélez, del coronel Day, de Abraham Cornejo, del "moto" Alderete, de Marquitos Alsina, de Ricardo Zorrilla… Aquella Salta de don Casimiro López Gasteaburu, tocando el piano con sus manos antiguas, en un patio lleno de jazmines del aire, de baldosas coloradas, con pájaros que sumaban su adiós en la luz última. ¿Cómo olvidar eso, Julio, amigo querido…?"
"Yo tengo que agradecer tu memoria y tu bondad, tu corazón siempre joven, que guarda el eco de los guardamontes azotados en memorables carnavales de la Silleta, de Campo Quijano, detrás del Río Arias o en la cálida finca de aquel sencillo poeta-gaucho que era Solís Pizarro, que había inaugurado la República de los Poetas allá en Atocha, su tierra montuna. O esos días en las pircas de La Caldera, con Federico Castellanos, con el viejo Dávalos, con Leopoldo Figueroa Campero y Roque López (Echenique), cuando no había peñas promocionadas sino rincones de una Salta que comenzaba en la Casa Amarilla y terminaba, orando, en los portales de San Francisco. Esa era la Salta que amé, que recuerdo, que me une a los salteños de aquel tiempo que aún perduran. Evoco la taza de té en la casa de Sara Solá de Castellanos, cuando los actuales y famosos poetas de hoy andaban de pantalón corto.
Nosotros no andábamos por las tabernas. Entrábamos a los anchos patios aromados y allí decíamos nuestras coplas, rezábamos nuestras vidalas, imitábamos a la luna en una zamba. Y tú, con Luzzatto y Barbarán, éramos el cuarteto aguerrido, pobre, sin envidias, sin ambiciones de celebridad. La poesía navegada en dulces aguas fraternas. Y el cerro San Bernardo era un cerro solitario y bienamado, que nos unía al resto de ese universo campero, agreste y añorado, apretada coyunda de la raza".
"Hoy ando viviendo por Francia, amigo querido. Hace siete años que vivo en París, aunque camino por toda la vieja Europa. Siempre diciendo versos y entonando cosas agridulces de la tierra, como los membrillos de Metán o las ciruelas de Río Piedra, cuando Machungo Sierra era muchacho y Darío Díez casi no se afeitaba porque no tenía barba que rasurar.
Juego mis cartas de adentro como impulsado por un impío azar. No avancé en la guitarra. Crecí en la vida, en el misterio áspero e intraducible de la vida. Hice muchos poemas. Algunos se han publicados. Otros quedan para las tardes doradas del otoño de los hombres. Porque pienso que no se debe publicar todo el trabajo del tiempo de uno. Algo debe quedar como hilacha de tabaco en el fondo de la chuspa; como la hoja quebrada de la coquita que se deja para después. Y después sabe a gloria ese aroma fuerte de hierba olvidada en la lana multicolor. Y el acuyico es como el brebaje ritual de los dioses indios y la escupida es cáustica como aprendida de huanaco; y el hombre que guardamos piensa fuerte y mira lejos.
Hoy estoy de luto. El domingo pasado fui a Madrid para quedarme callado frente a mi hermano Miguel Angel Asturias. Pero llegue tarde. Cinco horas antes había muerto. Lo trajeron el miércoles a París. Aquí descansa cerca de Chopin y de Baudelaire, bajo las acacias. Me retorné también dolido de esta ausencia. Los misterios siempre me han atraído y siempre me acerqué a ellos temeroso de no merecerlos. Desde que perdí a mi padre, hace muchos años, se me ha ensanchado enormemente el adiós de los hombres que se van al silencio.
Te cuento estas cosas, Diaz Villalba, para que reconozcas mi voz en la niebla del tiempo. Para que reencuentres el rostro de la noche que junto transitamos en una Salta quieta, con libertad de grillos y flores de yuchán en las barriadas.
Gracias por tus libros. Aquí los tengo. Aquí los leo. En cuanto pueda o me anime te enviaré alguna cosa. Tú sabes, yo soy antiguo. Aun siento en mis talones la gravedad de la espuela. Sigo oyendo el relincho y amando las constelaciones. Y creo en la amistad. Una vez un paisano me dijo: Un amigo, es como uno mesmo con otro cuero… Al escucharlo, grité sin voz mi saludo a tan perfecta definición.
Te saludo Julio. Pongo abajo mis señas, y te pido que no certifiques tus cartas. Aquí llegan bien, simples y prontas, como las golondrinas. Te saludo con mis mejores estandartes que son la señal augusta de todo mi silencio, de mi humildad, de este peregrinar sin meta.
Y te abrazo. Espero siempre tu voz".
Atahualpa Yupanqui