Acceso web El Tribuno:
www.eltribuno.com
Contacto:
Editor: Pablo Juarez
E-mail: pjuarez@eltribuno.com.ar
Teléfono: +54 387 4246200
Por cualquier consulta administrativa o referida al sitio, puede escribirnos a: contactoweb@eltribuno.com.ar
Director: Sergio Romero
Telefono: +54 0810 888 2582
Razón Social: Horizontes On Line SA.
Registro de propiedad intelectual: 69686832Domicilio: Av. Ex. Combatientes de Malvinas 3890 - CP (A4412BYA) Salta, Argentina.
27 DE Julio 2024 - 02:18
La amenaza de Nicolás Maduro ante la posibilidad cierta de una derrota electoral es un síntoma de debilidad. Es que la elite de nuevos multimillonarios venezolanos se aferra al poder y a la impunidad: "Va a haber derramamiento de sangre", advirtió. De hecho, sería ingenuo pensar que la proscripta líder de la oposición, María Corina Machado, cuenta con fuerzas de choque como para sembrar violencia.
La razón de la amenaza es simple; el dictador caribeño sabe que no tiene bajo control a la totalidad de las Fuerzas Armadas y que, sin poder, habrá que rendir cuentas del despilfarro de cinco lustros. Hugo Chávez inició su trayectoria política con un golpe de Estado fallido en 1992, contra el presidente Carlos Andrés Pérez, que le costó dos años de prisión, pero que seis años después lo convirtió en presidente.
Tres años antes, en febrero de 1989, mientras en Argentina estallaba la hiperinflación, Venezuela había sido sacudida por el Caracazo, una serie de fuertes protestas, disturbios y saqueos en rechazo a las medidas económicas adoptadas por el gobierno de Carlos Andrés Pérez tras una década inflacionaria.
Allí comenzó a derrumbarse la estabilidad institucional nacida en octubre de 1959 con el Pacto de Puntofijo, un acuerdo de gobernabilidad entre los partidos Acción Democrática, el Comité de Organización Política Electoral Independiente (Copei) y Unión Republicana Democrática, pocos meses después del derrocamiento del dictador Marcos Pérez Jiménez.
El gobierno bolivariano de Hugo Chávez comenzó con la legitimidad de los votos y el carisma del coronel, con la bandera de una democracia decididamente populista, que progresivamente se convirtió en una dictadura estatista y destruyó hasta la misma gallina de los huevos de oro, el petróleo. La muerte de Chávez derivó en la presidencia de Nicolás Maduro, con su secuela de golpes institucionales, persecución de opositores, denuncias internacionales de 8.000 muertos y desaparecidos y ocho millones de venezolanos en el exilio. Y una inflación sostenida que destruyó el poder adquisitivo de los que se quedaron.
Los 32 años transcurridos desde el fallido golpe de Chávez y las elecciones de mañana terminan de cerrar el círculo maldito de Latinoamérica: inflación y golpismo.
La historia se construye hacia adelante, pero el ejemplo venezolano demuestra que un Estado al servicio de una elite angurrienta de dinero y poder es una fábrica de miseria e inflación. El escenario regional enseña también que, sin Estado, sin un Estado administrado con criterios republicanos y democráticos, tampoco será posible salir del laberinto en que estamos encerrados. La nostalgia del Estado benefactor tiene como contrapartida la ilusión de la Nación sin Estado.
En ese dilema se encuentran nuestros países. En el nuestro, en un marco de tensiones e imprudencias, el gobierno de Javier Milei tiene el mérito de haber frenado la hiperinflación. En noviembre, la entonces vicepresidenta Cristina Kirchner afirmó que estábamos en "estado de estanflación"; la catástrofe no se produjo.
Mientras la CGT, alicaída pero principal fuerza de oposición, se retira del diálogo político, Maduro recibirá con todos los honores a los kirchneristas Roberto Baradel, Hugo Yasky, Oscar Laborde, Ariel Basteiro, Carlos Raimundi, entre otros amigos. Todos, sin excepción, enemigos de Milei, a quien consideran, paradójicamente, un dictador.
Nadie sabe qué pasará mañana en Venezuela.
La utopía socialista es historia. Se derrumbó en La Habana, en Managua y en Caracas. También naufragó la ilusión del derrame de riqueza y de la mano invisible del mercado. Latinoamérica está al borde de la quiebra social. Por eso es urgente abandonar las abstracciones y reconstruir sobre las ruinas, con una democracia humanista, basada en la libertad y el derecho, en el trabajo y la esperanza. Esto puede sonar a una utopía, pero es el único camino.