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La tarea implacable de El Tribuno para desmantelar en el norte una red de trata y sustracción de menores. El caso testigo de una mujer originaria.
18 DE Agosto 2024 - 19:53
Los dolores eran insoportables y mientras pujaba como aprendió a hacer cuando nació su primera hija, sintió cómo la voz que repetía su nombre, le daba palmadas en el rostro y presionaba sobre su vientre abultado, se silenciaba; lentamente con la voz que se acallaba, se iban diluyendo la cara de su marido, el rostro del cura y los ojos cristalinos de la mujer que, de entre sus piernas, trataba de sacarle a su hijo. Todo quedó en silencio y con la quietud, sintió que el dolor también desaparecía.
Era el mes de julio. Las noches de intenso calor en las que Marina caminaba lento con su vientre abultado por el kilómetro 6 imaginando la cara de su hijo, de a poquito le habían dado lugar a las noches más frescas; entonces ya podía dormir más tranquila. Esos últimos días se sentía sin ganas, desalentada y cuando el hambre se apropiaba de ella, trataba de saciarlo con un poco de mate cocido y pan, pero no era suficiente. En las tardes en que caminaba por la comunidad pensando en su vida, decidió que lo llamaría Andrés. Siempre en sus caminatas lo veía al cura que solía viajar y desaparecer y volver varios días después, en su camión 350 repletode mercaderías que conseguía de donaciones. El cura repartía todo ayudado por los muchachos, entre ellos el padre del hijo que esperaba.
Cuando comenzó con los dolores del parto, su marido lo llamó al cura y el cura vino con esa muchacha de voz firme y de ojos cristalinos que les enseñaba a rezar. Era tan diferente a todas las mujeres de la comunidad, incluso a las de Tartagal. Marina no se cansaba de mirarla; la veía hermosa y su piel blanquísima conforme llegaban los meses de calor intenso y sol abrasador, se volvía tostada, lo que hacían que sus ojos se vieran aún más celestes.
La despertaron los movimientos de la camioneta y el frío del viento y lo vio a su marido sentado a su lado; estaba acostada sobre un colchón en la caja de una camioneta y apenas abrió los ojos preguntó por lo más importante. ¿El chiquito? A lo que su marido le respondió: "Se quedó en la casa, está bien; vos estás enferma". Volvió a dormirse. No supo cuánto tiempo había pasado, pero esta vez se despertó en una cama de sábanas amarillentas y un tanto ásperas; estaba tapada con una colcha que mantenía caliente su cuerpo y eso volvió a sumirla en un sueño profundo.
Al despertarse por tercera vez vio que una enfermera iba y venía por la sala del hospital y apenas si le dirigió una mirada; cuando logró enderezarse un poco, le hizo señas con su mano derecha y la enfermera se le acercó. Marina volvió a preguntar por su hijo. "Ni idea, acá viniste sola" le dijo la mujer. Recogió unos trapos de la cama de al lado, en la sala de Maternidad, donde una chica se quejaba y se tomaba el vientre con ambas manos, y volvió a retirarse. Marina no lo sabía, pero esa respuesta (ni idea, no sé, no me acuerdo, no te importa,) iba a perseguirla por años.
26 años después, cuando sus canas ya no podían disimularse debajo del pañuelo florido, vio al muchacho alto, delgado que en una oficina del juzgado al que ella había sido citada por la jueza, esa señora morocha como ella, tan alta como ella, de voz suave a la que tantas veces había escuchado y que en ese momento conversaba con algunas empleadas. Se quedó mirándolo fijamente tomándose ese muñón que reemplazaba a su mano derecha, un defecto de nacimiento le habían dicho. Cuando el muchacho la vio, se acercó, tiernamente le dio un beso en la mejilla y volvió a sentarse.
Por la mente y por el alma de Marina pasaron todos esos años; los ruegos al cura para que le diga qué había hecho con su hijo; sus pedidos a la monja como ella le decía a la chica de ojos de cristal. Recordaba que en un principio la chica la escuchaba, pero con los años pasó de ignorarla a demostrarle el odio que reflejaban sus ojos celestes. Recordó las horas en que parada en la puerta del juzgado, sentía la indiferencia de los jueces y el desprecio de otros, el maltrato de policías, la indiferencia de los empleados del Registro Civil.
Hacía dos años que, tímida y silenciosa, se había presentado en el juzgado de la calle Warnes en Tartagal después de años de recorrer oficinas a las que llegaba temprano en la mañana y regresaba en la tarde, desandando el camino hasta el Kilómetro 6. "Quiero hablar con una doctora" había pedido, a lo que una empleada chiquitita y simpática le respondió con una sonrisa. Por primera vez, en tantos años, alguien en esas oficinas de gente con cara de ocupada, con expresiones serias, le había sonreído. Le contó que estaba buscando a su hijo y cuando le dijo que había nacido en 1980, la empleada abrió grande los ojos y con una mano se cubrió disimuladamente la boca. "Esperame acá, sentate" le dijo y desapareció.
Al rato regresó con una señora delgada, alta, bien vestida y con un perfume suave que, al saludarla, se le quedó impregnado en su mano callosa. "¿Cómo te llamás, qué le dijiste a la empleada que estás buscando?" le había preguntado la mujer a la que todos los empleados del juzgado trataban con tanto respecto.
Eso tampoco Marina lo sabía, pero esa misma mujer fue la Dra. María Vargas, la magistrada que, ayudada por la asesora de Menores, la Dra. Claudia Zamar, generó un verdadero vendaval entre jueces, religiosos, médicos, abogados y empresarios. Toda la clase más caracterizada del norte se vio sacudida por la búsqueda de Andrés, como Marina llamaba a su hijo y en ese derrotero aparecieron muchos más niños con crueles historias de apropiaciones y una cadena interminable de complicidades.
Andrés -que en esos 26 años se había llamado Nicolás- supo así su verdadera historia. Como una jugarreta del destino, después que la jueza y la asesora lo buscaran por varios años hasta localizarlo, se encontró con su madre en la misma habitación donde fue llevado a las pocas horas de nacer, antes de ser entregado a "una buena familia", ya que en el mismo edificio del juzgado de Familias, durante décadas había funcionado una clínica de propiedad de un ginecólogo y de su esposa neonatóloga y pediatra. Después de nacer en la comunidad, se supo años más tarde que el bebé fue llevado a esa clínica y su madre al hospital donde permaneció varios días. Confiados en que se olvidaría y que transcurridos unos meses volvería a embarazarse, nunca imaginaron que pasarían años y que esa india pobre jamás lo olvidaría.
Nada ni nadie pudo devolverle a Marina los años que perdió sin su hijo pero extrañamente y a pesar de sus achaques y de sus años, al pasar los días, Marina sintió extrañada cómo de a poco esa angustia que se hacía dueña de su corazón, desaparecía para darle lugar a esa sensación que se parece a la alegría, pero envuelta de una quietud, una tranquilidad tan especial , esa sensación serena y placentera a los que muchos llaman paz interior.
Marina era solo una india y a pesar que la jueza María Vargas logró cerrar un hogar de niños que con la fachada de una acción solidaria para proteger a los más vulnerables, pero que en realidad operaba para despojar de sus hijos a las madres pobres, entregarlos a otras familias más pudientes a cambio de recursos "para sostener la obra piadosa". A pesar que varias funcionarias del Registro Civil fueron imputadas por la supresión de identidad de los niños robados y que se descubrió que varios jueces actuaban como encubridores de esta organización delictiva, nadie fue preso. Cuando en julio del 2023 alguien sustrajo a una bebé originaria recién nacida del hospital Perón, fue tal la conmoción, la acción de la justicia, las fuerzas de seguridad y los vecinos mismos que la nena apareció antes de las 24 horas. Si eso hubieses sucedido con Andrés -o Nicolás como lo bautizaron sus apropiadores- más de 40 años atrás, Marina no habría sufrido lo indecible, porque no solo era su lucha contra los poderosos; era la pelea diaria para hacerles entender a sus hermanos wichís que jamás hubiera accedido a regalar a su hijo. Y es que en la cosmovisión de este pueblo ancestral, despojarse de un hijo no es un delito: es un pecado, una herejía, un sacrilegio que se paga de por vida.